miércoles, 24 de febrero de 2016

Groucho se equivocaba

He empezado clases esta semana. Un año más, vuelvo a impartir Didáctica General a primero del Grado de Maestro de Educación Primaria. Setenta y seis criaturas expectantes en el primer minuto de la primera clase, atentas a los indicadores de situación que les permitan conocer cuanto antes qué clase de persona es la que les ha tocado en suerte como profesor, qué tipo de relación podrán establecer con él, qué exigencias traerá en la mochila y querrá que se cumplan. Deseosas de identificar más pronto que tarde las  –seguramente numerosas– manías y los –probablemente muchos– caprichos que tendrán que satisfacer para agradarle, para hacer diana en sus gustos y en sus menores deseos y de ese modo salir airosas de la relación, aprobar. Y si es posible, sacar nota, que es casi siempre, aunque lo oculten e incluso lo nieguen, la principal obsesión que les ocupa el pensamiento.
Setenta y seis criaturas normalmente equivocadas en dos asuntos fundamentales: en que aún no saben nada de ser maestros porque solo están en primero, y en que al final de los cuatro años de carrera ya sí les habremos enseñado a serlo. La realidad es que su paso por la mayor parte de las asignaturas que cursan no hace más que reforzar estos dos tremendos errores.
Después de al menos 12 años en la escuela, lo cierto es que tienen una idea bastante clara de en qué consiste ser docente, aunque hasta el momento solamente hayan apreciado el espectáculo desde el auditorio y en el futuro se sitúen en el estrado. Saben, y de qué manera, desde las rutinas cotidianas hasta los espacios que ocupa el profesor, los materiales que suele usar y los procedimientos habituales que utiliza para imponer sus –otra vez, cómo no– manías y caprichos.
Creen a pies juntillas que cuando obtengan el título habrán aprendido la profesión porque eso es lo que se les vende, lo que reza la propaganda institucional, lo que promete una relación mercantil que supuesta y erróneamente consiste en que yo te enseño y tú vas y aprendes.
Lo que ignoran es mucho más importante y tiene mayor trascendencia. Para empezar, que el profesor que les ha tocado en suerte este año emplea el mismo minuto exactamente igual que ellos y ellas, y quizás con mayor desazón debido a la mucha experiencia acumulada, en un vano intento de calibrar qué clase de cosas podrá hacer y a cuáles tendrá que renunciar según sea y se comporte el grupo.
Ignoran también que buena parte de su formación consiste precisamente en poner en crisis todo lo que ya saben de ser maestros. Nada menos que en 1970, Lacey demostró que el paso por la escuela de magisterio había dejado muchos datos en las cabezas de los estudiantes pero había calado poco o nada en sus pensamientos, ya que sus convicciones pedagógicas una vez acabada la carrera eran prácticamente las mismas que tenían antes de empezarla. Ese tremendo poder socializador de la escuela, sufrida como estudiante, enseña tanto sobre la profesión que es preciso reconstruir tal conocimiento a base de análisis, reflexión y argumentación.
Tampoco saben que el título que consigan solamente garantiza haber superado con pulcritud todos los obstáculos, pero no necesariamente estar pertrechados con las herramientas verdaderamente útiles de la profesión. Será en el momento en que ejerzan cuando hayan de superar una socialización más, la del ejercicio profesional junto a otros, en la que es tentador imitar los comportamientos de quienes tienen éxito aunque ello no necesariamente sea sinónimo de actuaciones con valor educativo. Para enfrentar esa etapa y crecer y desarrollarse como maestros, es imprescindible que ahora, mientras son estudiantes, comprendan que Groucho Marx, si la frase que se le atribuye es suya, se equivocó cuando dijo que “es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente”, porque lo sustancial de la educación es llegar a hacer buenas preguntas en lugar de conocer las respuestas adecuadas. Correr el riesgo de cometer errores al abrir la boca es tanto como darse la oportunidad de aprender, y proteger al estudiante de sentirse ridículo o censurado es la primera tarea del docente si quiere establecer condiciones para que el aprendizaje se produzca.
Comienzo clases esta semana y me pregunto, como siempre que empiezo un curso, cómo demonios voy a conseguir transmitirles mi entusiasmo, comunicarles el deseo de saber, emocionarlos con esa aventura que es conocer, enamorarlos de una profesión que creen que no conocen todavía pero que ya les ha marcado profundamente. Cómo ayudarles a ser ellos y ellas y a hacerse maestros y maestras a lo largo de toda su vida.
Publicado en Periódico Escuela el 25 de febrero de 2016.



No hay comentarios:

Publicar un comentario