A mi modo de ver, lo más importante que está haciendo la neurociencia hasta el momento con respecto a la educación es validar científicamente, al modo riguroso en que la ciencia suele demostrar las cosas, los postulados de las teorías psicológicas de Piaget, Vigotsky o Ausubel, los preceptos y propuestas de la escuela activa, los fundamentos de la innovación en las aulas.
Nada de esto es nuevo. Lo novedoso es que ahora las teorías psicológicas y sus correspondientes propuestas pedagógicas y didácticas están siendo refrendadas por hallazgos científicos indiscutibles; lo que solo eran modelos para comprender al aprendizaje, basados en la observación y el análisis de las conductas, ahora encuentran justificación en el comportamiento observable y medible de la actividad neuronal. Si todavía había quien pensaba que las teorías de las que se alimentaba la educación eran acientíficas o precientíficas porque no había manera de estudiar con rigor lo que sucedía dentro de la “caja negra”, es el momento de abandonar tales posiciones, porque todos los descubrimientos que los neurocientíficos nos están brindando vienen a dar carta de naturaleza, que no a inventarlas, a concepciones ya clásicas del aprendizaje y, en su aplicación, a modelos de enseñanza consecuentes con ellas.
La emoción es la puerta de entrada del aprendizaje, el alimento de los procesos racionales, el combustible de las conexiones neuronales en el lóbulo prefrontal. Un aprendizaje que tenga significado y que incluya aspectos de motivación y de emoción, y sobre todo de placer, tiene muchas probabilidades de ser permanente y estar disponible para su recuperación cuando sea necesario.
El aprendizaje se basa en conectar neuronas o en reforzar las conexiones existentes. Cuantas más áreas del cerebro se involucren en la actividad de aprendizaje, más y mejores conexiones. Un aprendizaje que consigue movilizar emociones, raciocinio, toma de decisiones y memoria a largo plazo es un aprendizaje que va a quedar mucho mejor consolidado y además va a ser más fácil recuperarlo de forma voluntaria y de aplicarlo a situaciones nuevas.
Adelantar objetivos no beneficia mucho y puede perjudicar bastante. De la misma manera que aprender a nadar con meses no significa que se sea mejor nadador a los 20 años que quien aprendió con 10, aprender a leer antes de tiempo no garantiza nada en el futuro y en cambio puede tener efectos negativos si el aprendizaje se realiza con estrés o con daño en la propia estima.
No se aprende correctamente en situaciones de estrés, sino en escenarios de confianza. El estrés durante el aprendizaje tiene el efecto de asociar la actividad escolar a malestar, a situaciones desagradables, a aspectos emocionales negativos. Cuando el estrés es crónico influye negativamente en la capacidad del cerebro de gestionar las emociones, la memoria y la toma de decisiones.
El cerebro no aprende por memorización, sino cuando la actividad relaciona con éxito contenidos y contextos de aplicación, de uso, cuando el aula y la realidad no están divorciadas. La mejor manera de enseñar pasa necesariamente por estimular el deseo de aprender, es decir, por motivar activamente en lugar de esperar que los motivos vengan instalados por defecto en la configuración cerebral de los estudiantes.
El aprendizaje cooperativo es más potente que el individual y competitivo, porque se activan las neuronas espejo, responsables de la empatía y estimuladoras de la imitación, una estrategia del cerebro imprescindible para aprender.
El ejercicio favorece la plasticidad neural, que es precisamente la base del aprendizaje. Frente a permanecer durante horas sentados, es muy recomendable realizar tareas que permitan la actividad física, el movimiento por el aula, el desplazamiento por diferentes rincones y ambientes.
Es preciso crear nuevos contextos de aprendizaje distintos de las aulas cerradas y aisladas, distintos de esas reuniones de escuelas unitarias que son los centros educativos.
En todo lo que la neurociencia pone al descubierto sigue habiendo un elemento esencial, insustituible, protagonista tanto para el cambio como para la permanencia, para la innovación como para el inmovilismo o la involución: el docente. Tampoco es nada nuevo, pero ahora más que nunca se pone de manifiesto que sin su capacidad para crear ambientes, elaborar materiales, diseñar espacios, definir proyectos, proyectar actividades, relacionar contenidos, emocionar a sus estudiantes… ni es posible una enseñanza de calidad, ni es posible un aprendizaje duradero y estable.
Todo eso si se quiere educar. Si lo que se pretende es seleccionar a quienes mejor se adapten y sobrevivan a condiciones adversas, lo mejor es ignorar los hallazgos de la neurociencia y seguir empeñados en un sistema educativo, ahora sí, precientífico o acientífico. El que define la LOMCE.
Publicado en Periódico Escuela el 28 de enero de 2016
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