jueves, 18 de junio de 2015

De catáforas, calambures y silepsis


En mi humilde opinión, lo que demuestra el reciente célebre asunto de la catáfora en la selectividad catalana es una verdad palmaria: se puede vivir razonablemente bien (o mal) desconociendo por completo qué significado encierra semejante deixis, que es otra palabra sin la que se sobrevive más de medio siglo. Lo digo por experiencia.
Si se tratase de que se vive en la ignorancia, disminuido o incapacitado para realizar algunas tareas, ocupaciones, oficios o profesiones, la cosa tendría su importancia. Pero se puede hasta ser profesor e incluso escribir alguna cosa de tarde en tarde sin echar en falta tan conspicuo saber. Si afectara a la calidad de nuestras relaciones, al modo en que nos hacemos entender o a cómo de bien o mal comprendemos a los demás, la cosa definitivamente tendría mucha importancia. Pero no lo creo, no. De hecho, es posible incluso que, al hablar o escribir, recurramos frecuentemente al uso de la catáfora sin siquiera saber que así se llama la figura en cuestión, como con toda seguridad usamos también la anástrofe, la cesura, el quiasmo, la silepsis, la epanadiplosis, el calambur o los litotes, entre otros muchos recursos expresivos, al conversar con toda normalidad, sin que el desconocimiento de los nombres que tienen tales herramientas del lenguaje nos impida comunicarnos con toda propiedad. Conozco a quienes, por principio o por pudor, renunciarían a proponerles a los nietos la famosa adivinanza que dice aquello de oro parece, plátano es…, o a poner suave como un guante a alguien, si supiesen que estaban usando utensilios lingüísticos de nombres tan rematadamente extravagantes.
Para poder escribir este artículo, como pueden figurarse me he documentado sobre figuras literarias, cosa que me ha costado apenas diez minutos gracias a Google primero y a la RAE después, y puedo asegurarles que mi memoria ha rescatado apenas tres o cuatro vocablos y absolutamente ninguna definición precisa de todas las que he encontrado, a pesar de que las estudié casi todas en mi Bachillerato y después de una vida dedicada a leer y a escribir. Confieso, pues, ignorancia, pero de ninguna manera minusvalía intelectual. Ayer mismo recibí por Whatsapp una foto de un paraje precioso de montaña sobre río en cierto lugar de Galicia. Necesité no más de veinte segundos para saber el nombre del río gracias a mi Smartphone, un par de minutos para situar el pueblo en cuestión en el mapa y establecer el contexto geográfico, y tanto tiempo como subsistió mi curiosidad para indagar más a fondo y adquirir todo tipo de detalles.
De ninguna manera sugiero que no haya que saber cosas; no es posible ser educado en el vacío, sin contenido. Lo que afirmo es que en el mundo en que vivimos la obsesión de la escuela por el dato, por la definición, por la fecha, por el resultado memorístico, es más que nunca un trastorno de la personalidad, una manía perniciosa a la que no encuentro más sentido que la selección arbitraria de los estudiantes. Claro que de eso va la selectividad, me dirán. Está bien, pero entonces es preciso preguntarse qué clase de alumno aspira a seleccionar la selectividad, qué clase de virtudes se supone que adornan a quienes son separados y colocados en el montón de los que sí, de aquellos que lo son en el de los que no, qué clase de competencia académica vaticina el haber salido airoso de una prueba que hace preguntas irrelevantes, innecesarias, inútiles, como a mí me lo parecen. Si tuvieron la amabilidad de leer mi artículo de abril, sabrán que no valoro la educación de las personas por conocer las respuestas, sino por saber hacer buenas preguntas.
Lo peor de todo, me parece, es que esa obsesión extemporánea de la escuela, lejos de encontrarse en tratamiento con pronóstico favorable, a todas luces está siendo reforzada por una política de exámenes diagnósticos, reválidas y todo tipo de pruebas clasificatorias para las personas y para las instituciones, con interminables listados de estándares y objetivos operativos que marcan a hierro y fuego la verdadera agenda de la enseñanza y el aprendizaje durante toda la etapa Primaria y Secundaria, las prioridades de nuestro Sistema Educativo, que no acaba de ver el sendero por el que incorporarse de una vez a la educación de calidad que exigen la vida y las relaciones humanas en un mundo complejo, incierto, rebosante de información fácilmente accesible y aceleradamente cambiante. La verdad es que creo que la ley que rige en estos momentos la educación de este país no solo no ha tratado de reparar ninguno de sus males, sino que ha entrado en escena como elefante en cacharrería, y aunque me importa un ardite cómo se llaman los recursos que haya podido emplear en este texto, les advierto que este último no es metáfora, sino símil o comparación. Por si les toca ir a selectividad en septiembre.
Publicado en Periódico Escuela el 18 de junio de 2015

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