Han pasado alrededor de veinte años desde
que escuchara a un conferenciante, el profesor Miguel Fernández Pérez, una de
esas frases que se quedan grabadas en la memoria para permanecer por mucho
tiempo y también para dar sentido a nuevas informaciones que van llegando poco
a poco a desequilibrar, amoldarse y conformar el universo de significados que
es nuestra conciencia. La sentencia en cuestión venía a afirmar que la educación no consiste en proporcionar a
los estudiantes las respuestas adecuadas, sino en ayudarles a hacer las mejores
preguntas.
Uno de los pensamientos más repetidos de Günter
Grass, por su simplicidad expresiva tanto como por su tremenda carga
ideológica, propone que la principal
tarea de un ciudadano es mantener la boca abierta: para preguntar, para
cuestionarse, para criticar, para opinar, para reclamar, para denunciar, para
exigir, para argumentar, para explicarse…
Eduardo Galeano popularizó una respuesta brillante
de Fernando Aguirre en cierto foro en Cartagena de Indias a la pregunta de para
qué sirve la utopía: es como el
horizonte. Si camino diez pasos ella se aleja diez pasos. Ya sé que nunca la
alcanzaré. Cuanto más la busque menos la encontraré, se va alejando en la
medida en que me acerco. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para
caminar.
Acusado de haber presentado un programa
político utópico, Julio Anguita, de quien ignoro si ya conocía la respuesta
anterior, demolió las intenciones de su interrogador afirmando con profunda simplicidad
que desde luego lo era, aunque no
quimérico. La diferencia, sutil en su forma, es sin embargo abismal en su
contenido.
Cuatro frases, cuatro pensamientos de
hondo calado que han contribuido a conformar mis propios esquemas cognitivos,
mis sistemas de comprensión e intervención, en mi trabajo y en mi vida. Las
cuatro combinadas representan de hecho toda una filosofía de la educación por
cuanto me invitan a pensar en un sistema educativo cuyas finalidades y metas
tengan vocación de profunda transformación que busque conseguir una sociedad
plenamente humana, feliz, justa y solidaria, pero realizable zancada a zancada,
abordable mediante políticas y prácticas sensatas que caminen hacia ese
horizonte inalcanzable por definición. En el mundo en que vivimos, presidido
por las incertidumbres, los cambios vertiginosos, el absoluto desconocimiento
de lo que nos depara el día de mañana, caminar hacia las certezas de una manera
pacata, precavida, asegurando cada pequeño paso, además de una estupidez es una
lamentable pérdida de sentido de futuro. Hacerlo despreciando la posibilidad de
educar a las personas para que aprendan a preguntar más que a responder es un
atentado a la idea misma de educación. Primar la repetición antes que la
experimentación no es sólo una equivocación que pone al descubierto la
estrechez de miras, la miopía pedagógica y sociológica del legislador; es
también y sobre todo el espaldarazo oficial a una práctica profesional docente
y a una actividad discente presididas por el temor a equivocarse, el miedo al
fracaso, la idea del error como punible y despreciable en lugar de como el
motor potente que es de verdadero aprendizaje.
La mera existencia de las reválidas ya permitía
predecir buena parte de todo esto, pero el conocimiento esta semana de en qué
consistirán exactamente agrava enormemente la situación. Si el sistema
educativo, desde muy temprano, se orienta a enseñar a los individuos a acertar
cuál es la respuesta correcta entre tres opciones propuestas, me temo que la
lógica de la evaluación así de mal, tremendamente mal entendida, va a presidir
toda la vida escolar, desde la formulación de objetivos hasta la realización de
las tareas más elementales. Esa clase de evaluación, un concepto que pertenece
a cualquier ámbito de actividad menos al educativo, es probablemente el mejor
modo de evitar que los ciudadanos sean educados para tener la boca abierta, es
una apuesta decidida por arrinconar el tanteo, la innovación, la
experimentación, el descubrimiento, la construcción personal, el pensamiento
divergente, la disrupción, el florecimiento del talento que hay con seguridad
en cada uno, en cada una, el avanzar hacia la utopía. Mejor borregos que
respondones. Con razón dice Ken Robinson que las escuelas matan la creatividad. Es cierto, todas. Pero el caso
es que parece como si unas tuvieran más prisa en perpetrar semejante crimen o
les importase menos disimularlo.
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