La noticia de que el ministro de Educación francés ha anunciado la creación de una comisión encargada de reformar el sistema de evaluación escolar, y algunas declaraciones recogidas al respecto por la prensa, me invitan a redactar este artículo acudiendo a argumentos que ya tienen sus años aunque siguen siendo de una actualidad tan rabiosa que ofende: a despecho de las sucesivas reformas del sistema educativo español, de la sustitución de paradigmas y de la consecuente distinta consideración del currículo escolar; a pesar de la irrupción de lenguajes pedagógicos rápidamente convertidos en clichés, en estereotipos vacíos de contenido; aunque estrategias metodológicas como el Aprendizaje Basado en Proyectos y las tecnologías de información y comunicación aparentemente hayan empezado a salpicar de innovación aquí y allá las aulas… ni los planteamientos teórico-legislativos ni la práctica de la evaluación han sufrido modificaciones realmente sustanciales en los últimos 30 años, excepto con la LOMCE, que, nadando a contracorriente de la evolución de la psicopedagogía pero a favor de la práctica rutinizada y del imaginario popular, nos devuelve a tiempos pretéritos.
No tengo ni idea de en qué desembocará la iniciativa francesa, ni estoy seguro de que vaya bien dirigida desde el principio, ni sé si se atreverá a desterrar las calificaciones de las etapas obligatorias del sistema educativo, como creo que es justo y necesario. Pero indica una evolución, o al menos una inquietud de los políticos encargados de la educación, en un sentido que contrasta fuertemente con el rumbo que ha tomado la política educativa española de la mano del señor Wert.
El ministro francés ha dicho que actualmente su sistema de evaluación subraya las lagunas y los fracasos de los alumnos, ha recomendado un cambio que evite la estigmatización y sirva para frenar la deserción escolar, y ha pedido que se empiece a pensar en la evaluación como herramienta puesta al servicio del aprendizaje. Declaraciones tan sucintas dan sin embargo idea de una sensibilidad proclive a la defensa de los tres pilares fundamentales de la educación contemporánea: la obligatoriedad, la comprensividad y la diversidad, justo los que, a la chita callando, están siendo minados subrepticiamente con cada nueva Ley, con cada nueva Orden.
No debería olvidarse algo que, por obvio, a veces se pierde de vista: para los estudiantes es obligatorio asistir a la escuela. No tiene nada de extraño, entonces, que algunos no quieran estar en ella o no acudan de buen grado. Y no parece razonable exigir a alguien que está obligado a hacer algo que lo haga además con gusto. Aquí la motivación se le supone al estudiante, como el valor al soldado. Pero la educación, además de obligatoria, es un derecho de los ciudadanos. Por eso la responsabilidad de encontrar la forma de interesar al estudiante que va a la escuela por obligación corresponde a la escuela, mostrándole la necesidad y la utilidad del acceso a una formación con sentido y a una cultura básica. Es tramposo obligarles a asistir, ofrecerles a todos la misma formación y someterlos a un sistema de calificaciones y descalificaciones que los clasifica y selecciona, ahora culpando a los propios alumnos de su fracaso: si la escuela es para todos y a todos se les ofrece lo mismo, que tengan éxito o fallen se deberá sin duda a ellos mismos, a su capacidad, a su esfuerzo, y no a lo que las escuelas ofrecen. En otras palabras, la evaluación se convierte en la herramienta perfecta para poner pronto a cada cual en su sitio, transformando un sistema nominalmente comprensivo en otro, de hecho, selectivo. Y está más que probado que la procedencia social y cultural de los estudiantes está íntimamente relacionada con el aprovechamiento escolar, de modo que acabaremos negando la labor compensatoria de la escuela, puesto que tendrán éxito en mayor medida quienes menos necesitan del esfuerzo de la educación y fracasarán quienes por su procedencia precisan más esa ayuda.
Francia está cuestionando su sistema de evaluación en un momento en que en nuestro país, con desprecio absoluto por las teoría y las investigaciones psicopedagógicas, las normas consolidan un regreso a prácticas segregadoras por medio de evaluaciones externas cuyos referentes son los estándares de aprendizaje, a su vez redactados a partir de los contenidos y no de las competencias, cuyo discurso, todavía sin ser bien comprendido, mucho menos practicado, paradójicamente ya empieza a estar pasado de moda porque, como afirma Antonio Bolívar en blogcanaleducacion.es (¿evaluación por competencias clave o por estándares?), queda relegado a la retórica. La memorización y la repetición, que nunca dejaron de ser protagonistas, no nos engañemos, regresan al escenario en olor de multitud. Volvemos a elevar a categoría de organizador sociológico legítimo el estéril esfuerzo por medir el aprendizaje.
Publicado en Periódico Escuela nº 4050, 19 de febrero de 2015
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