¿Saben ustedes situarse sin la menor duda en el caso Charlie Hebdo? ¿Suscriben el “Yo soy Charlie”, o el “Yo no soy Charlie”? ¿Con matices en cualquiera de los dos casos, o de una manera absoluta, convencida, sin fisuras? ¿Con la seguridad que da el saberse depositario de la razón, que es una y universal, o con la certeza de que las razones son siempre relativas a marcos culturales y temporales, a intereses de grupo, de clase, de esferas de poder?
¿Saben quiénes se han mostrado partidarios de la identificación con Charlie, quiénes se han desmarcado y quiénes han renegado de ella? ¿Conocen sus razones, sus argumentos? ¿Han experimentado la desazón de compartir opinión con quienes jamás admitirían que tendrían nada en común? ¿Han experimentado la alegría de reafirmarse en sus convicciones al compartir sus ideas con quienes siempre supieron que representaban sus propios ideales?
¿Quiénes han visto las imágenes de la televisión, los comentarios de periodistas o contertulios más o menos ilustres, las declaraciones de políticos o renombrados personajes? ¿Quiénes han recibido mensajes de WhatsApp con contenido alusivo, siempre jocoso, de uno u otro signo, y se han sentido agradecidos y se han apresurado a reenviarlos, o por el contrario poco merecedores de la deferencia que ha tenido quien les haya enviado el chiste, la broma, la iniciativa descabellada pero siempre definitiva, y han percibido un secreto bochorno?
¿Quiénes se han sentido justamente atacados por la barbarie, por la ignorancia, por la violencia? ¿Quiénes han recordado inmediatamente más barbarie, más ignorancia, más violencia, menos aireada, menos convertida en bastión de la defensa de la identidad cultural y social que les es propia?
¿Quiénes han leído las difíciles reflexiones de Boaventura de Souza en Regeneración (el periódico de las causas justas y del pueblo organizado) o las opiniones de Gonzalo Frasca para la CNN? ¿Quiénes han dudado, siquiera un poco, al leerlas? ¿Quiénes no, en absoluto?
Les hago todas esas incómodas preguntas porque es que de eso va la educación, y ahora más que nunca a lo largo de la Historia de la humanidad, aunque el trasunto de su desarrollo siempre ha sido el mismo: la perpetuación de la organización social, de la cultura; la dominación, el poder. Siempre en litigio con otras organizaciones sociales, otras culturas, otros potenciales amos. Pasar toda la infancia, la adolescencia y la juventud en una institución que tiene encomendada por la sociedad la misión de educar, y no haber adquirido la capacidad de discernir entre la maraña de informaciones, análisis, proclamas, consignas y soflamas sobre la reciente tragedia de París para poder tener una opinión propia, argumentada y hasta cierto punto independiente de la manipulación interesada, eso es exactamente no haber sido educado. Y no estar dispuesto a variar la propia primera opinión por más evidencias, razones y argumentos que se nos opongan, eso es haber sido maleducado.
El mes pasado terminaba mi artículo en este mismo lugar afirmando que si la escuela no educa ya lo harán otros. Ahora me pregunto si no habremos perdido el salto, si no llegamos tarde. A la escuela le quedan las Matemáticas, la Lengua, el Inglés, algo de Geografía y de Historia, cada vez menos Filosofía y Ética y apenas las Artes. Pero es que, además, a esa configuración curricular decimonónica se unen las presiones de las evaluaciones externas, tanto reválidas como estandarizaciones al estilo de PISA, que van a gobernar el sentido y la finalidad de la práctica escolar en muchos casos, van a determinar qué debe ser enseñado y aprendido a lo largo de tantos años y van a afianzar el pensamiento eficientista de buena parte del profesorado. Con eso se espera que la escuela obre el milagro de educar, mientras a pasos agigantados se distancia de la sociedad, de la calle, de la vida: en la escuela ni se aprende a vivir, ni se aprende a comprender la vida cotidiana, ni a intervenir en ella con criterio.
La pedagogía de la respuesta correcta es expresión de un fundamentalismo educativo impropio para la educación de los ciudadanos y las ciudadanas del presente y del futuro. Es preciso recuperar el valor de las disciplinas académicas, de los saberes privilegiados, sí, pero sólo y por la elevada razón de que son los únicos útiles verdaderamente culturales, no proporcionados por la naturaleza, que nos hacen humanos y nos permiten intentar comprender, comprendernos, e intervenir, gobernarnos. Poner a la ciencia, la tecnología, las humanidades y las artes al servicio de la creación, de la originalidad, del pensamiento divergente y hasta disruptivo; no nos queda otra opción si seguimos creyendo en que la noble tarea de educar aún es posible.
Publicado en Periódico Escuela el 22 de enero de 2015
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