Lejos de abrazar tesis catastrofistas y, sobre todo, lejos de creer que antes sí que hacíamos bien las cosas, suelo defender que los jóvenes hoy, en general, son gente más sana y más preparada; expreso siempre que puedo mi confianza en que si el futuro puede ser mejor que el pasado es porque las nuevas generaciones están mejor pertrechadas que las anteriores. Soy consciente de que la creencia en que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, que decía Manrique, es una justificación interesada que nos permite sentirnos seguros ante la amenaza de pensamientos o comportamientos que no comprendemos o dominamos. Es una idea gerontocrática que sin embargo no requiere ser viejo para que se aloje en el pensamiento: no hace mucho, en clase, una chica afirmaba con rotundidad que su generación era indudablemente más disciplinada, más educada, más obediente, más estudiosa… que los adolescentes de la actualidad. Nada novedoso, excepto que ella, que cursaba primero de magisterio, tenía diecinueve años y se estaba refiriendo a personas de las que la separaban apenas tres o cuatro.
Mi convicción, sin embargo, no me impide hacer análisis desapasionados y concluir que hay importantes retos educativos por alcanzar y, sobre todo, por extender y generalizar. En los últimos días he podido leer en la prensa que se ha celebrado el día internacional de lucha contra la violencia de género; que un 24% de los jóvenes andaluces piensa que el lugar de una mujer está en casa con su familia y el 10% considera que el hombre debe tomar las decisiones importantes en la pareja; que el cine, la televisión o las revistas del corazón generan modelos de mujer y de hombre muy poco cuestionables; que el porno es la principal fuente de información sexual de los jóvenes (el 53,5% de los adolescentes españoles de entre 14 y 17 años ha visto porno en Internet y el 4% de los que tienen entre 11 y 12 recibe contenidos sexuales en sus móviles); que desde la adolescencia más temprana se extiende la costumbre de depilarse completamente los genitales como ideal erótico estético; y que El Muelle, el nuevo y arriesgado juego sexual de los adolescentes, también conocido como la ruleta sexual, se está poniendo rápidamente de moda en España.
Perduran con alarmante obstinación los comportamientos violentos y sexistas, los ideales de identidad edulcorados y falsos, la idea mitificada y grotesca de sexualidad que dominaba cuando los españoles se acercaban a Perpiñán en busca de sensaciones prohibidas. No me cabe la menor duda de que son asuntos educativos de la mayor trascendencia, porque si algo ha de proporcionar la educación es la capacidad de discernir con criterio qué patrones de comportamiento, qué ideal, qué referencias… elige cada uno para sí y para los demás.
Tampoco dudo lo más mínimo acerca de cuál es la institución que tiene encomendada por la sociedad la responsabilidad de proveer a las personas, a todas, de esa capacidad de juicio, de criterio, para hacer elecciones vitales. Por eso no me sorprende que ante las noticias que acabo de mencionar todo el mundo vuelva sus ojos a la escuela para reclamarle acciones eficaces, para pedirle que haga su trabajo, para exigirle que eduque. Ahora bien, no estoy seguro de que tales exigencias se correspondan con las fuerzas con que de verdad cuenta la escuela, de modo que quizás, sólo quizás, le pedimos algo de lo que en el fondo hemos hecho dimisión, hemos escurrido el bulto. No hay muchos indicadores que permitan pensar que en colegios e institutos se pueda afrontar con mínimas garantías esa tarea. En el caso improbable de que el profesorado estuviese adecuadamente formado para ello, es necesario preguntarse por la capacidad de influencia que tienen los discursos y las tareas escolares frente a la que ejercen los medios de comunicación y al ejemplo que representan los comportamientos adultos en general, en un mundo mediático en el que las mercancías que mejor se venden son codicia, vanidad, soberbia, egoísmo, lujuria, al precio de la dignidad.
El caso es que no ayuda en nada la estructuración del sistema educativo. Si las leyes anteriores de educación no han representado un esfuerzo suficiente, y a las pruebas me remito, la actual parece que se aleja a propósito de la intención de educar, propiciando la regulación del currículo y la realización de la enseñanza para dar respuesta a pruebas de rendimiento externas.
No hace muchas fechas, cierto experto en PISA recomendaba al auditorio ante el que pronunciaba una conferencia que no se perdiera el tiempo en discutir si se debe o no se debe dar religión en la escuela, porque hay estudios que demuestran que no existen diferencias significativas en relación a los resultados de la prueba. Es decir, que aquello que mide PISA no está influido por el hecho de cursar o no religión. De donde debería deducirse que el debate sobre la religión es inútil y, sobre todo, que aquello que mide la prueba es exactamente el contenido útil de la enseñanza. Los debates sobre lo que es y lo que no es importante para la educación quedan proscritos, uniformados por la lógica aplastante de la medición de estándares. Si la escuela no está pensada para ello, ya educarán otros.
Publicado en Periódico Escuela el 4 de diciembre de 2014
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