Durante unos años hemos pronunciado la palabra innovación
con cierta frecuencia en la Universidad. Para extrañarla, para reclamarla, para
experimentarla, para sugerirla, para alentarla, para financiarla, para
evaluarla, para implementarla, para conceptualizarla, para gestionarla, para
diseñarla y programarla, para explorar sus límites y posibilidades en lo
teórico y en la praxis... Antes de la introducción del Espacio Europeo de
Educación Superior ya había quienes innovaban en su docencia, claro que sí.
Pero las declaraciones del llamado Plan Bolonia, y sobre todo sus desarrollos
(véanse por ejemplo el documento CIDUA o las guías para el EEES -Akal, 2009-),
fijaban unas directrices legales y metodológicas que pretendían poner las bases
para transformar la vieja Universidad en un ente activo contemporáneo que
asumiera un compromiso intelectual y social más claro, más decidido. Una
Universidad más capaz de emprender las modificaciones necesarias para el
progreso del conocimiento, la formación de las personas a lo largo de su vida y
el bienestar de la sociedad.
Como los docentes somos un colectivo respondón, aceptamos
a regañadientes el plan que llamamos Bolonia, pero lo aceptamos como un
horizonte utópico que seguramente la realidad no nos permitiría alcanzar. Como
sucede con toda utopía. Le pusimos peros: todos los que desde las ciencias y
las humanidades, la política, la organización, la sociología, la psicología, la
didáctica... pudimos. Porque queríamos que fuera un buen plan.
Ahora ya no tiene sentido. Solo los aspectos
estructurales permanecen, porque no necesitaban de nuestro concurso, porque
podían ser puestos en marcha burocráticamente a base de calcular número de
horas, créditos, grupos, precios y poco más. Pero lo sustantivo de la entrada
en el EEES, la excusa para poner patas arriba la enseñanza y el aprendizaje en
la Universidad española, que es lo que nos interesaba, se ha quedado en el
camino.
Al grito de ¡Bolonia! la gestión se ha burocratizado aún
más, plegándose a unas exigencias fundamentalmente aritméticas que llaman de
Garantía de Calidad, que en lo que realmente resultan es en listados
interminables de indicadores y en la uniformidad en la cumplimentación de
documentos para la docencia que, con la excusa de ser clarificadores para el
estudiante, se reducen a discursos semivacíos para que puedan ser aceptados por
todos, que poco o nada tienen que ver con una enseñanza de calidad, esa que
está pegada a las aulas y en ellas se sustancia.
La idea de una Universidad que centra el foco en el
aprendizaje del estudiante y no en la enseñanza del profesor, una Universidad
en la que se trabaja en grupo y se adquieren competencias profesionales, una
Universidad no subsidiaria del examen como recurso único de evaluación, con
prácticas en escenarios reales y naturales, que vincula el conocimiento a la
elaboración y puesta en práctica de proyectos de acción... Esa Universidad que
pretendía unirse al EEES, nunca llegó a ser por falta de tiempo y por las
dificultades de incorporación de una institución como esa a los cambios. Pero
ahora es que ya no existe, certificada su defunción por la política educativa
de un ministerio insensible a las exigencias educativas actuales y a las
necesidades espirituales y materiales de los ciudadanos. El esfuerzo de innovar
se ha agotado en los papeles.
Quienes hacíamos Bolonia antes de la declaración de Bolonia
seguiremos en ello, naturalmente. Sólo que, desaprovechada la coyuntura legal,
derrumbada a base de recortes y por falta de desarrollo, y quizás de auténtico
interés en él, Bolonia vuelve a ser optativa, depende otra vez del voluntarismo
del profesorado, del esfuerzo y de la ilusión personal, aunque más decepcionado
que antes y sobrecargado de burocracia.
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