Hace dos semanas que estoy en Cuenca, Ecuador, una ciudad amable, paseable, bella, tranquila. De un verde lujurioso, exuberante, fruto del amor de temperatura y lluvias. Un paisanaje atento, cordial, acogedor, educado.
Llevo dos semanas colaborando en docencia e investigación con la Universidad Nacional de Educación (UNAE), que en mayo cumplirá un año, que pretende realizar un proyecto que me ilusiona porque representa la oportunidad de crear, de innovar, de inventar una institución de educación superior que no arrastre lacras, que no venga lastrada por tradiciones académicas obsoletas o dormidas, marcada por intereses creados, rancios la mayoría, por el peso muerto de un personal acomodado, por la grave y lenta inercia que caracteriza generalmente a las universidades con historia. Un proyecto que se está gestando con rapidez y agilidad, que cada día requiere una revisión y precisa de algún cambio que ajuste los ideales a la realidad, siempre tozuda y cicatera.
En un paréntesis quiero señalar que en estos días la tragedia se ha cebado en el país en forma de un terremoto brutal que ha condenado a la muerte ya a más de seiscientas personas, y a la ruina a muchos miles. Semejante comportamiento inmisericorde de la naturaleza me ha permitido ver de cerca la solidaridad, la entrega, el compromiso; profesorado y alumnado de esta universidad al completo estudiando las mejores estrategias para cooperar y practicando las iniciativas acordadas entre todos, no como ejercicio de caridad, sino desde la especificidad profesional, diseñando y desarrollando talleres que han aportado material lúdico y educativo para los estudiantes de Infantil y Básica de las zonas del desastre.
El proyecto de universidad del que hablo parte de un Modelo Pedagógico cuidadosamente construido en el que la práctica en las escuelas y otras instituciones educativas es el centro de la formación de maestros y maestras, y en el que la construcción de conocimiento sustituye a la acumulación de información académica gracias a un esmerado plan de acompañamiento de los estudiantes tanto por su profesorado como por el papel que las asignaturas han de desempeñar en el conjunto. Un modelo Pedagógico que reclama grandes esfuerzos de coordinación, de intercambio; debates, reuniones, desconcierto, desacuerdo, discusiones, análisis, lecturas, reinterpretaciones… están literalmente a la orden del día y alientan la reconstrucción del pensamiento profesional y pedagógico del profesorado de la UNAE. Una carga de trabajo que se lleva con entusiasmo porque se está colaborando en la creación de un ente que habrá de ser emblemático en el país y pretende ser un referente internacional a medio plazo.
En ese contexto brevemente descrito, inexplicablemente y por exigencia de instancias ajenas a la universidad, el modelo de gestión empresarial irrumpe como elefante en cacharrería. El asunto es delicado, porque el control es necesario y la rendición de cuentas también: se trata de una ineludible exigencia social y democrática. Sin embargo, igual que la ideología neoliberal pretende imponer el modelo de mercado financiero a la población mundial, el modelo de gestión es su aliado para vaciar de contenido, dificultar por lo menos, la tarea intelectual y pedagógica en la universidad a favor de un control férreo que se impone con la excusa de mejorar la calidad. El brazo ejecutor de la gestión es la burocracia. En ese sentido, la UNAE, por el momento al menos, no se diferencia en nada de cualquier otra universidad, uniformada por la gestión en nombre de la calidad. Como en cualquier otra, sea buscado a propósito o como efecto colateral indeseado pero inevitable, me temo que el resultado fácilmente desemboque en el ya conocido estado de la cuestión en otros países: más gestión, menos pedagogía. El hecho es que el modelo de gestión desconfía del profesorado, al que se le exige un cumplimiento formal plagado de rígidos requisitos a instancias de organismos externos (firmas a la entrada y a la salida, controles de asistencia cada hora que al mismo tiempo controlan la presencia del docente, evidencias, cantidad de pruebas, exámenes, notas…) que hurtan espacios para la producción, para el pensamiento, para la disrupción intelectual, pero sobre todo que a la larga pueden acabar instalando en el imaginario la convicción de que tales procedimientos son valiosos.
La mejora de la calidad a través del control es vana por las mismas razones por las que la calificación ni es evaluación ni sirve para mejorar la experiencia de enseñanza y aprendizaje, porque lo que se puede medir es siempre susceptible en alguna medida de admitir trampa, porque siempre es el aspecto más superficial y anecdótico de la actividad el que puede registrarse y porque lo que de verdad contribuiría a crear una universidad emblemática se llama compromiso, entrega, convicción, deseo de superación, estudio, esfuerzo y reflexión sobre la práctica; nada de eso queda reflejado jamás en los protocolos de control y suele ser a la larga inversamente proporcional a los esfuerzos del modelo de gestión empresarial por asegurarse de que el trabajo se hace con calidad.
Publicado en Periódico Escuela el 28 de abril de 2016
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